El nacimiento de Arctic Monkeys: believe the hype

 
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2005. Unos jóvenes púberes suben a un escenario y varias cámaras se disponen a rodar su primer videoclip en directo. El cantante sonríe y con la vergüenza de quien no ha mirado a un objetivo en su vida y en un marcado acento de su Sheffield natal dice «We are Arctic Monkeys, this is ‘I bet you look good on the dancefloor’» para acto seguido levantar la mirada levemente y sentenciar «Don’t believe the hype». Así fue como yo y muchos otros conocimos a la banda de nuestra generación. Y exactamente en ese momento supimos que ese chico imberbe y aún con acné, que responde al nombre de Alex Turner, con la voz rota y una pose de guitarra más parecida a Manzanita que a una estrella del rock, nos estaba mintiendo. La expectación, el bombo, el revuelo, la novedad… sea como sea que quieras traducir ‘hype’, era algo en lo que creer a ciegas solo con escuchar ese trallazo.

La historia de Arctic Monkeys es la del grupo que mejor consiguió catalizar las nuevas herramientas que a inicios de siglo ofreció internet para hacerse con el trono de la música mundial sin comerlo ni beberlo. Una historia imposible de repetir. Alex Turner, Jamie Cook, Matt Helders y Andy Nicholson eran cuatro amigos del instituto que comenzaron a tocar juntos en 2002. Intuyeron, porque cuando alguien tiene 18 años no sabe nada, tan solo intuye cosas, que su camino debía transcurrir por senderos distintos a las curvas y baches que dictaban la industria musical de la época.

Un año más tarde grabaron una demo que distribuían gratis en sus conciertos. Su nombre se hizo popular en Sheffield, donde sus amigos grababan copias y las regalaban en bares o las dejaban en autobuses para que los chavales las cogieran a su gusto. Ni más ni menos que lo tradicional: el boca a oreja del siglo XXI. Por otro lado, lo moderno. Lo rompedor. Lo que marcaría tendencia y reina aún hoy en día: el ‘streaming’. Dos chavales sin relación alguna con Arctic Monkeys crearon su página de MySpace, en la que colgaron las primerizas demos. Una forma distinta de compartir música que, como dicta la velocidad de los tiempos que corren, tuvo unos años de popularidad en los que se convirtió en la plataforma preferida para dar a conocer nuevas bandas a aquellos que crecían al mismo ritmo que las posibilidades que internet ofrecía al mundo, pero desapareció para dar paso a modelos más refinados.

Arctic Monkeys, en directo en 2005.

Arctic Monkeys, en directo en 2005.

En 2005 el grupo, a pesar de no haber editado música de un modo tradicional aún (tan solo un EP con una primeriza versión de ‘Fake tales of San Francisco’ y ‘From the Ritz to the Rubble’), ya tenía a todas las grandes compañías discográficas detrás de ellos. Reino Unido no es España a nivel musical. Nunca lo ha sido. El radar de discográficas y medios está mucho más bajo que por estos lares, donde fue, es y probablemente será más difícil vivir historias parecidas a la de los Arctic Monkeys. La BBC Radio ya hablaba de ellos como la «next best thing». Pero el momento cumbre, el que hizo a Arctic Monkeys mostrarse al público masivo del Reino Unido como la bestia que eran, fue el Festival de Reading, uno de los más grandes de Inglaterra, que reserva una pequeña carpa para nuevas bandas. Aquel año los monos se destaparon como el grupo al que el pueblo había llevado ahí. La Carling Tent se llenó no de curiosos, sino de fans acérrimos que cantaron de inicio a fin las ocho canciones que tocaron en su media hora de set meses antes de que el grupo tuviese su primer ‘single’ en la calle. Al año siguiente Arctic Monkeys volverían a Reading, con su nombre tan solo por debajo del de Muse. Pero eso es harina de otro costal.

Alex Turner y Andy Nicholson, en la Carling Tent de Reading 2005

Alex Turner y Andy Nicholson, en la Carling Tent de Reading 2005

A pesar de que todos los sellos querían firmarles, el grupo apostó por Domino, una discográfica independiente que el año anterior había encumbrado a Franz Ferdinand. Querían sentirse cómodos, tener la seguridad de estar tras el volante de su carrera más que copilotos en un mundo de tiburones. Domino no les presionó, dejó que el grupo hiciese prácticamente lo que quisiera, que cocinase a fuego lento su primer disco, sin imponerles fechas ni meter las narices en lo que se estaba cociendo. Tenían tan claro lo que querían, que grabaron el álbum a canción por día, en el mismo orden que tendrían en el disco. El trabajo del productor Jim Abbiss, que meses después también grabó el maravilloso ‘Empire’ de Kasabian, fue testimonial. Arctic Monkeys eran jóvenes, probablemente ingenuos, pero nada tontos. Tenían fe ciega en su sonido y canciones, que era ni más ni menos que lo que les había colocado en esa vorágine mediática previa a su bautismo discográfico.

Los medios de comunicación colocaron el listón muy alto con el grupo, más aún tras el estreno de ‘I bet you look good on the dancefloor’. No era difícil encontrar artículos que hablaban de ellos como los nuevos Beatles o, tal vez mucho más acertado, los nuevos Oasis. El Reino Unido se encontraba en una especie de deriva sonora, con el britpop, aquel majestuoso movimiento que acaparó los años 90, como un buen recuerdo, pero un presente dubitativo. Bandas como Coldplay o Snow Patrol reinaban desde una posición más cercana al pop que al rock, mientras que otra serie de grupos que bebían del resurgir del garage que trajeron The Strokes desde el otro lado del Atlántico comenzaban a tomar posiciones destacadas: The Libertines, Franz Ferdinand, Razorlight, Bloc Party, Kaiser Chiefs… Arctic Monkeys se encuadraban en este último grupo. Sin ir más lejos, Alex abrió el último disco del grupo, el controvertido ‘Tranquility Base Hotel and Casino’ cantando eso de «I just wanted to be one of The Strokes».

Arctic Monkeys en el escenario principal de T in The Park en 2006

Así, con prácticamente un año de expectación creada por medios de comunicación y la magia, aún pulcra, de internet, en enero de 2006 vio la luz ‘Whatever people say I am, that’s what I’m not’, con todos los miembros de la banda con edades entre 19 y 20 años. El monstruo estaba aquí. Una portada, ahora mítica, que era una declaración de intenciones. Chris, un amigo del grupo, fumando un cigarro tras una noche de fiesta. Nada de artificios. Arctic Monkeys no eran eso, no eran portadas barrocas ni poses forzadas. No por aquel entonces. Eran cuatro chicos que hablaban de lo que les pasaba cuando salían de fiesta, de la chica que les gustaba y lo difícil del día siguiente. Eran la calada de Chris. El éxito de ventas del álbum fue inmediato. En aquella época la industria todavía se encontraba en la transición entre lo físico y lo digital y el hito que consiguió Arctic Monkeys no fue pequeño: se convirtió en el disco debut más vendido de la historia del Reino Unido durante su primera semana a la venta, con más de 360.000 copias despachadas. Algo impensable hoy día.

El álbum cumplió las expectativas tanto a nivel comercial como en calidad. La finalidad de este artículo no es diseccionar canción a canción ‘Whatever people…’, sino más bien entender desde la perspectiva del tiempo el tremendo impacto que su llegada tuvo en la industria musical, pero se me hace difícil, después de escucharlo durante unos cuantos días a la par que tecleo estas palabras, no recalcar lo increíblemente bueno que es. Un auténtico contenedor de ‘singles’ y momentos memorables. ‘The view from the afternoon’, ‘Fake tales of San Francisco’, ‘Riot van’, ‘Dancing shoes’, ‘Mardy bum’, ‘When the sun goes down’, ‘A certain romance’… ¿Estamos locos? Todas dentro del mismo trabajo. Una metralleta de ‘hits’, uno tras otro, de momentos de calma, contratiempos y pegada. Mucha pegada. Matt Helders se destapó como el mejor batería de su hornada y Alex Turner, icono pop desde el minuto uno después de la salida del disco, como uno de esos compositores capaz de encontrar versos inteligentes entre los baños de un bar.

Una de las primeras fotos promocionales de Arctic Monkeys.

Una de las primeras fotos de promoción de Arctic Monkeys.

Todo lo que vino después de este primer disco se podría resumir en evolución y éxito. Alex dejó de ser un joven Manzanita confuso y comenzó a mutar, poco a poco, en Elvis. Andy Nicholson, el primer bajista, dejó la banda poco después de la salida del disco, abrumado por la fama, para hacer realidad el sueño que todos tenemos con veinte años: montar un pub. Jamie Cook se bajó del andamio, cual Bustamante, para darlo todo con la guitarra. Y Matt Helders ha continuado su camino tocando con decenas de artistas de renombre, siempre con su distintivo bombo con mensaje escrito con cinta aislante.

Es probable que otro día me dé por teclear mientras escucho ‘Favourite Worst Nightmare’, ‘Humbug’ o ‘AM’. Que hable de ‘505’, ‘Submarine’ o la importancia de Josh Homme en la carrera de Arctic Monkeys. Pero nada tendrá tanta importancia como aquellos primeros años, porque lo que nos une a ‘Whatever people say I am, that’s what I’m not’ no es que sea un disco perfecto, porque no lo es. Ni siquiera es el mejor de Arctic Monkeys. Sentimos especial atracción por él y por ellos porque son el grupo de nuestra generación y los hemos visto nacer desde nuestro ordenador. Son quienes nos han acompañado desde que empezábamos a descubrir de qué va esto de vivir. Fueron nuestra inocencia y rabia y son nuestra madurez y calma. Y estoy convencido de que si cada uno de los que estamos leyendo esto hiciésemos un ejercicio de memoria, recordaríamos probablemente cuándo empezó a acompañarnos Chris y su calada al cigarro en nuestra vida.